domingo, 25 de marzo de 2007

El diario de Matilde Figueras

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Primer día de intenso frío. He sacado el paquete con los zorros que me regaló mi abuela. Con delicadeza fui quitando los alfileres del papel de seda que los envolvía. Algunas bolitas de naftalina han rodado por el suelo al sacudirlos y ponerlos en el espaldar de la cama de donde cuelgan sus patas fláccidas, sus anchas colas peludas. “Niña Matilde, venga, corra, que su abuelita se ha puesto los zorros para ir al teatro” Aniceta me alzaba en brazos para que yo pudiera contemplar de cerca aquellos animales fabulosos que se mordían los hocicos sobre el pecho de mi abuela.
No se que hacer con los zorros. La Colorada Smith dice que ahora nadie los lleva, que son de museo.
He dudado entre ponerlos a la venta o llevarlos a una buena peletería que aproveche la piel para adornar el ruedo y el cuello de un tapado moderno. Ambas soluciones me parecen sacrílegas. Los zorros plateados eran el único lujo que se permitía mi abuela. Me acuerdo que de chica yo tenía pesadillas en las que veía a mi abuela correr despavorida por el patio: detrás de ella, veloces iban los zorros gruñendo con ferocidad.
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La ciudad de los sueños
Juan José Hernández

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