Los miriñaques cayeron en desuso junto con la cabeza de Maria Antonieta, y desde la Revolución Francesa -cuyos ideales habían enraizado bien en un sector de la sociedad porteña- en cuestión de modas, primaba el que pasaría a la fama con el nombre de Estilo Imperio gracias a Napoleón Bonaparte. Las damas usaban lánguidos vestidos de talle alto, sin mucho frunce, al punto de llamarlas faldas de medio paso, de telas ligeras aun en el crudo invierno, no se usaba demasiada ropa interior ni siquiera como abrigo, de modo que la enfermedad en boga de 1810 era de 'la enfermedad de la muselina': un resfrió pertinaz y tos que no se curaban hasta la llegada del calor. Peinetas si se usaban, pero no esas rejas de arado de 1840, sino que eran pequeñas y se usaban para sostener el cabello: no se habían inventado los invisibles, la hebilla francesa, ni los broches para el cabello, como tampoco la permanente. Los rizos se hacían día a día, con una tenacilla de rular, un hierro candente que requemaba el pelo de las pelilacias, de ahí que primaran los recogidos con un aire 'clásico'.
El pueblo, se cubría la cabeza con un buen poncho de vicuña, más criollo y menos romántico, pero más abrigado que los chales. Como primaban los aires afrancesados, la clase alta usaba sombreros de forma vistosa. Las mantillas de encaje, eran para la iglesia, que se usaron hasta bien entrado el siglo XX. Los hombres también seguían la moda francesa, con ajustados calzones que los hacia parecer en ropa interior, medias a la rodilla de seda, chapines o zapatos bajos y chatos; y lo que faltaba de ropa debajo de la cintura sobraba por arriba: dos o tres camisas, chaleco, pañuelo de varias vueltas al cuello, chaleco y como abrigo, una especie de saco que se llevaba abierto para lucir la ropa de abajo.
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