A semejanza de su amigo Cocteau, Cecil Beaton fue un artista múltiple: fotógrafo, dibujante, escenógrafo y vestuarista. Intervino en decenas de óperas, piezas de ballet, obras de teatro y películas, dos de las cuales (Gigí, 1957, y My Fair Lady, 1964) le valieron tres Oscar.
Casi desde niño sintió que el mundo del teatro era el suyo y cuando comprendió que estaba en pleno dominio de su talento, intentó una tarea quijotesca: transformar el mundo en su teatro.
Son exquisitas sus crónicas de un mundo sofisticado, irónico, a veces mordazmente cruel, siempre culto y glamoroso, ya ido para siempre. Para él, como para su ídolo Oscar Wilde, la belleza es algo perfecto que le da sentido a ese caos de las sensaciones que llamamos mundo. La belleza brilla apenas un instante y en ese instante entrevemos un absoluto que se desvanece, pero que hace que valga la pena vivir para gozarlo. La belleza es obra del artista, no del mundo. El papel del artista, según él, consiste en producir imágenes bellas partiendo de la materia viva, corruptible. "Mientras los fotografío y están bajo la luz del estudio --escribió en su diario--, para mis modelos el tiempo se detiene y puedo obtener una imagen hermosa. Pero cuando la luz se apaga, el tiempo vuelve a correr y los cuerpos siguen su camino hacia la muerte. Sólo la fotografía los muestra eternamente perfectos."
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