Mi prima Cristina iba esa tarde a una fiesta de cumpleaños. Estrenaba un vestido de plumetí celeste, hermoso, con minúsculas motitas blancas bordadas. Ya vestida y a punto de partir acompañada por la sirvienta, su madre, mi tía, con una plancha ardiente en la mano derecha trató de suprimir una arruga a la altura del hombro. En la premura, le rozó una oreja. Cristina pegó un grito. Después giró la cabeza (mi tía seguía dando los últimos retoques) y me dijo con gran tranquilidad: Viste, el que quiere celeste que le cueste.
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Dos relatos porteños
Raúl Escari
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