Hasta que en 1350 los cruzados lo trajeron a Europa, para atar la ropa sólo existían los corchetes, que usaban los ricos, y los nudos o los ganchos que usaban los más pobres.
Un de los primeros usos que se le dio al botón fue el de fijar las estrechas mangas de las mujeres, (de clase alta), que hasta entonces necesitaban de ayuda para cosérselas diariamente. El hecho provocó críticas, ya que la novedad permitía a las mujeres desnudarse rápidamente. En la corte de Fernando III el Santo, y en la de su primo San Luis, rey de Francia, el botón adquirió una enorme importancia. Al lujo del vestido se unió el de las joyas y alhajas, entre las que se contaba el botón. En el siglo XV, en la corte de Enrique IV de Castilla, el botón amplió su ámbito de uso, decorando mangas y hombreras y sustituyendo, poco a poco, a las pasamanerías. Se convierte así en un objeto de deseo, llegando a finales de la Edad Media, a ser distintivo de clase social, de nobleza y buen gusto. En 1520, Francisco I de Francia asistió a un encuentro con Enrique VII de Inglaterra con un vestido de terciopelo negro al que se habían cosido más de 13.000 botones. El propio Enrique VII se enorgullecía de sus valiosos botones, que llevaban los mismos dibujos que sus anillos.
Como también sucedió con los alfileres, el botón se convirtió en objeto de especulación. Hubo acaparadores que los sacaban al mercado de nuevo cuando éste se hallaba desabastecido. Y lo mismo que había sucedido con los alfileres, también con los botones se arruinaron muchos. Sobre todo, cuando empezó a ser un elemento más funcional que ornamental, cosa que sucedió en Inglaterra hacia 1750.
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